miércoles, 11 de junio de 2014

Señales del fin del mundo, breve caos sobre La noche que asolaron Tokio de Diego Velázquez Betancourt


En algunos de las tantos parabuses, en espectaculares sobre iluminados o
en la comodidad de su televisor, en algún momento se ha topado con
alguno de los slogans publicitarios que nos invitan al “placer lúdico de la
lectura” por el que “ingresamos a mundos maravillosos”: “lee veinte
minutos con tus hijos”, rematan revelándonos la panacea que habrá de
liberarnos de nuestra frustrante y desdibujada realidad. Leer vende, “leer
engrandece”, México hacia a un país de lectores. Todo muy buena onda,
muy hippie el asunto, («hay que hacerles pensar que pueden aunque no se
los permitamos, que existen y nos importan aunque no sean más que los
engranes de nuestro artificio»), efectiva la ilusión. En contraste: las librerías
cierran sus puertas a falta de lectores, el gran dinosaurio encarece la vida,
privatiza la educación, poco a poco cerca a la sociedad en el aislamiento de
una apatía autocomplaciente, sociedad zombi: «Es el vivo muerto y no al
revés. El vivo para quien la vida no es sino un limbo mecánico, donde su
conciencia se ha perdido y sólo sobrevive la máquina de sus músculos.»
(Jhon K. Nurayama Jr., La noche que los zombis asolaron Tokio). El mar ha
dejado de existir para ser «otra quimera subvencionada por el sistema para
convencer a ingenuos de que, para disfrutar de los encantos del planeta,
valía la pena atar el cuello a un trabajo y agradecerlo al destino. [...] una
tomadura de pelo». «El fin del mundo se acerca ya»: maniquíes suplantado
el vértigo lento de la vida en los centros comerciales, felicidad animal en
unos pocos, ¿es el fin del mundo?, ¿son estás sus señales? «tras
bambalinas. NORBERTO: No la chinguen. Se supone que tiene que entrar
Ryu en ese momento. ¿Por que se pusieron a hablar de pendejadas? Esto
ya valió verga.»
       Preguntas y señales. La Noche que asolaron Tokio (Diego Velázquez
Betancourt, editorial El ermitaño- CONACULTA, México, 2013) es la novela
que nos marca las señales y las preguntas para llegar a ese gran evento
que Hollywood nos ha prometido idílico en más de una de sus películas propaganda:
El fin del mundo.
       En las pelis gabachas, nuestros amigos gringos nos han salvado de
meteoritos, extraterrestres, cataclismos nucleares y naturales, monstruos y
dioses indignados que han querido acabar con el mundo (tópico también
efectivo e infaltable de nuestras caricaturas favoritas, ¿que sería de Gokú,
los Thundercats, que sería del panfletero e idiota capitán américa,
mutantes y demás héroes sin despiadados fascistas que desean gobernar o
aniquilar el planeta?), total que hasta del calentamiento global nos han
hecho el paro. Sin embargo, el sobreviviente y socarrón Andrés,
protagonista de esta delirante novela, se asoma al fin del mundo para
desmentir las historias del celuloide made in USA: El fin del mundo es una
mamada en que no pasa nada (y en la que puede pasar de todo) y nadie
nos puede salvar de nuestra propia apatía y miseria. Nadie nos salva de la
nada.
¿Pero en verdad no pasa nada en La Noche que asolaron Tokio?
     
       Accesible, irónica, divertida y emotiva, la novela de Diego Velázquez
Betancourt (México D.F., 1978) nos traza los caminos del absurdo, de la
mezquindad citadina, la nostalgia, la soledad, el azar y el fracaso, a través
de su protagonista (un estudiante de historia al que el fin del mundo asalta
mientras divide su tiempo laboral como tramoyista en la obra teatral La
noche que los zombis asolaron tokio, así como en un supermercado y en su
imposible libro sobre los primeros pobladores del planeta tierra) y de sus
variopintos personajes alienados por la locura, la abulia, el trabajo y los
recuerdos.
       Pese a que el gran tema de la La Noche que asolaron Tokio es el
fracaso, el humor de Diego Velázquez, humor con el que se ha granjeado el
gusto de los lectores a través de textos como Mi vida como payaso salvaje
(2007), Héroes y demonios y Botellas al mar (estos dos últimos disponible
en cuadernillos artesanales de la editorial El viaje y el camino), no está
ausente; por el contrario, su pluma guasona y de amplios registros logra
plasmar una atmósfera en la que cualquier lector puede hallarse a sí mismo
sin sospecharlo (o desearlo) en un principio. Fluida de inicio a fin, la novela
es una mosaico de diversos escenarios en los que el humor, lo poético, lo
trágico y lo absurdo, adquieren las dimensiones necesarias para
involucrarnos en un caos que no tiene salvación alguna y en el que la
constante es la desolación que se lo va tragando todo, como la selva, el
bosque y las lagunas que recuperan el espacio arrebatado por la
megalomanía de los hombres, caos primigenio en el que reconocemos que
nada sabemos de la vida cuando creíamos tener todas las respuestas.
       Atención especial merece el desarrollo de la obra dramática que le
da nombre a la novela, capítulo inteligente y agudo en el que el lector
astuto podrá descubrir la poética de ésta novela. Dramaturgia vanguardista
en diálogo con los preceptos más modernos del arte, teatro que promete
marcar tendencia por su alta demanda técnica y estética. En fin, una
puesta en escena que tiene que leer e imaginar todo aquel que se precie de
ser un estudioso del arte contemporáneo.
       Caída como una mosca entre los bombones de aparador, La Noche
que asolaron Tokio es, seguramente, una novela que ninguno de los sabios
publicistas mexicanos de la lectura recomendaría en los slogans para
zombis que atestan la ciudad porque su contenido nos advierte del
verdadero fin del mundo: de ese fin de las ideas del que no quieren que
sepamos nada, demagogia que nos hace participes de su ficción mercantil,
una tomadura de pelo como el mar que le quieren vender a Andrés,
“México hacia un país de lectores”, señales que nos hacen ansiar el fin del
mundo. ¿Son éstas las señales?
       Para saber con certeza es irremediable atreverse a la lectura de
La noche que asolaron Tokio no porque eso lo vaya a ayudar, no porque lo
vaya a hacer mejor persona, no porque con 20 minutos de lectura su vida
vaya a dejar de ser miserable, atreverse a la lectura de esta novela simple
y sencillamente porque -y los demiurgos lo demuestran- «Esto ya valió
verga.»






















Diego Velázquez, La noche que asolaron Tokio, El ermitaño-CONACULTA, México,
2013.









foto a) tomada de:
https://www.facebook.com/pages/Thysanura-Surcando-el-tiempo/684011498317439

foto b) Gabriela Castelán


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